jueves, 5 de junio de 2008

Un cuentecillo: Alejandra


Mi vecino lleva toda la vida haciéndose el muerto.
Hasta ahora que se conozca, jamás ha saludado a nadie cuando alguien se cruza con él en la escalera.
Tiene un humor de hombre atormentado que despierta la mayor de las inquietudes, seguramente porque es incapaz de sortear las miserias minúsculas de cada día.
Por lo que me han contado los otros vecinos, pese a su edad de gallina dura, no ha empezado a encontrarse hasta hace unos días, pues en sus sentimientos de cenizas apagadas han comenzado a humear algunas ascuas.
Dicen que la culpa es de una tal Alejandra.
Una joven limada a escofina, con una piel hecha de cacao con la sola salpicadura del tatuaje de una rosa encastrada en la espalda.
Ella, que aún no se ha rendido a la verdad, ha empezado a sentir sin control la trepidación de los truenos cada vez menos remotos.
Él se sacude el óxido de la rutina buscando a tientas la vereda para conversar sin tan siquiera necesidad de hablar, porque a sus años está entendiendo que lo que el árbol tiene de hermoso viene de lo que tiene sepultado
Cuando quedan para pasear ninguno de los dos es el mismo de ayer, y Granada parece más tibia y mejor iluminada.
El resto de vecinos asistimos deslumbrados a la naturalidad de este milagro sin alarde: El día del eclipse de luna el inquilino del ático buscó sin resultado una estrella en el cielo, y sin embargo donde estaban ellos formaban caminos.
Parece que el amor todo lo hace mudar.
Mi vecino saluda ahora a todo el mundo cuando alguien se cruza con él en la escalera.

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